Hablar de discriminación en la vejez es hablar de viejismo o edadismo. Es decir, la diferenciación que hacemos según grupos de edades. En el caso del viejismo, este consiste en una valorización negativa de todo el grupo mayor producto de la extrapolación de algunas características excepcionales presentes en algunas personas. Así, es frecuente encontrarnos con la asociación de la vejez a la senilidad o a la pérdida de otras aptitudes físicas y mentales, como también a la soledad o a los achaques corporales. Otras tantas veces ocurre el fenómeno contrario: la discriminación positiva, condescendiente y lastimosa de la vejez con expresiones que infantilizan a la población mayor, como “abuelitas y abuelitos” o “pobres jubilados y jubiladas”.
Sin embargo, en ese afán de tomar el todo por la parte, se suele perder de vista la diversidad en la vejez y el envejecimiento. En ese sentido, desde la teoría social y la sociología del envejecimiento y la vejez en particular, buscamos hacer énfasis en la construcción social de la vejez como etapa de la vida, resultado de un proceso singular y dinámico como es el envejecimiento. De ese modo, entendemos que lo ideal es hablar de envejecimientos y vejeces en plural, ya que esa fase vital se encuentra atada a las múltiples vicisitudes que atravesamos en nuestras biografías.
No obstante, como es sabido, rara vez esto ocurre. Contrariamente, la vejez suele ser considerada como un todo homogéneo y compacto. Incluso, durante la pandemia actual, la vejez fue puesta en agenda como “grupo de riesgo”, siendo el único de los colectivos integrantes que no consistía en una patología.
A diferencia de lo que ocurre con otros grupos etarios, la vejez se vuelve esquiva en su nominación. Por ejemplo, el sujeto producto de la niñez es conocido como niño o niña. La adolescencia genera adolescentes. Las y los jóvenes son resultado de la etapa de la vida conocida como juventud. Sin embargo, cuando hablamos de la vejez aparecen otras categorías como “adultos y adultas mayores”, “personas mayores” (¿acaso las otras fases
vitales no las componen “personas”?), o referencias a la jubilación y a la abuelidad, cuando en realidad se trata de un rol social (se es abuelo o abuela en relación con un nieto o una nieta) y se puede ser mayor sin ser abuelo o abuela y viceversa. Pero entonces, si la etapa vital es la vejez, ¿por qué nos cuesta tanto denominarlos como viejos y viejas?
El problema no radica principalmente en la nomenclatura, sino en la carga valorativa que la acompaña, la cual es, al fin de cuentas, la que deriva en segregación y derechos cercenados para la población mayor. En ese sentido, la utilización de eufemismos no dirime la violencia sobre los viejos y las viejas. Por el contrario, podría incluso ocultar la problemática. Y como sabemos, aquello que no se nombra parece no existir. Esto ocurre por ejemplo con la sexualidad y el erotismo de los y las mayores, la cual termina siendo vedada: si se enamoran de alguien más joven, deben cargar con el estigma de “viejo o vieja verde”. Asimismo, se considera que el o la joven solo se vincula por algún interés económico.
La vejez no es un escollo en sí misma. Envejecer es parte intrínseca de la vida y nuestro desarrollo: nacemos con la premisa de que si llegamos a la vejez es porque vivimos. Pero las prenociones y representaciones viejistas que circundan a la vejez conducen a que rara vez alguna persona quiera ser llamada “vieja”.
De cara al Día Mundial de Toma de Conciencia del Abuso y Maltrato en la Vejez, debemos ser conscientes de que la vejez no es una enfermedad, una etapa triste de la vida o una discapacidad. De hecho, ninguna discapacidad en sí misma lo es. La incapacitada en tal caso será la sociedad al no brindar respuestas a las necesidades de su ciudadanía. Será nuestro deber entonces continuar batallando por una sociedad integral para todas las personas.
Fernando Rada Schultze
Sociólogo, doctor en Ciencias Sociales.
Universidad de Buenos Aires, Programa Envejecimiento de FLACSO.